PARA MEMORIA
 
a André Breton
 
I
 
Fuerza intercambiable del amor, fuerza inmóvil, desplazándose en sí misma.
Fuerza inmóvil como una lámpara, alimentándose tanto de su luz como de su tiniebla.
La nieve crea sus ventanas; la nieve, consecuencia de las golondrinas.
El silencio estalla a besos, una mirada de besos baja sus párpados.
Fuerza del amor, debilidad del recuerdo.
Y el amor en un sisma de bosque hace revolotear las hojas amarillas, y estas hojas amarillas caen en un río negro que atraviesa el bosque, y las ondinas con sus tules de perfume de eucaliptus se peinan sus cabellos en los cuales está resumida su existencia.
Ellas están petrificadas, viven para adentro, y adentro se sangra con trabajo.
Ellas han recibido su ofrenda de hojas amarillas; ellas viven para estas hojas, por estas hojas, por estos tules; viven también para esta lámpara, por estos párpados.
Debilidad del recuerdo he dicho, y el oro impreso en estas hojas del verano, como la luz en la lámpara, como la tiniebla.
 
II
 
En estos párpados encerrados a su vez dentro de una mirada, las golondrinas buscan sus recuerdos.
Los recuerdos caían al estanque, y ágiles nadadoras de estrellas se descuartizan innecesariamente en pos de su revancha.
Vibraban las luciérnagas perdidas de su propia luz, es decir de su propio bosque, de su propio mármol, la mesa de mármol y el herrero de barba blanca conversando con la hija del verdugo.
La puerta giratoria iba a proceder en sentido contrario para hacer un almácigo de hombres y mujeres.
Era la tarde, aunque no necesariamente, era también la aurora, una aurora que estaba bien y que había salido a conversar afuera.
Sin importancia, sin importancia, gritaban los sauces inclinándose sobre el estanque, sin importancia, sin importancia, como sobre la felpa del palco, sin importancia, sin importancia, y no se extrañaban ya de la cabeza que sobresalía de las aguas, una cabeza de niña, una cabeza infantilmente interrogante.
Miradas de diestra a siniestra, como golondrinas, como una, bomba de incendio, como un cuarto de hotel cerca de la estación de ferrocarril.
La puerta no cesaba de girar, como un caballo alrededor del estanque.
Paso a paso, sin importancia, sin importancia, hora retrasada con minutos exactos.
 
III
 
El tiempo sin razón de ser, el ser sin razón de tiempo, los yataganes yacían olvidados en el pasto crecido; a lo lejos, las ruinas del campanario mostraban las fauces de su cristalería, su humo negro que el cielo no quería hacer mejor.
Fogatas que ardieron a prisa, demasiado a prisa quizás, para darnos la ilusión de la noche, lentamente ardieron tal vez para que creyéramos en una alba definitiva, estas fogatas sobreviven en el estanque coma fuegos fatuos, como fantasmas entrelazados, y los cuales dejaron su interior por el exterior de la sombra.
Oh fantasmas yertos, que no sólo arrojan las flores a las nubes, sino una paletada de tierra también para que estas flores crezcan más aprisa; fantasmas como molinos cuyas narices respiran el pan, el pan que transportan en sus delantales blancos.
Fuera de ti, el silencio del fuego, sílaba por sílaba.
Tú echas el error en un río perfecto, la habitación en la cual nadan las ondinas.
Brilla la brisa de las cerraduras, los techos de plomo en donde canta un gallo rojo y colérico (su cólera no es mucha).
Precipitado, error tras error, río tras río, sílaba tras sílaba.
Este río refleja varios simultáneos encantamientos: el encantamiento de la infancia recuperada (representado por un bosque); el de la desaparición de la sonrisa del gato de Alicia Liddell (representado por un sombrero de copa); el del color granate (representado por una joven arrodillada oyendo voces); nuestras miradas caen en el río como piedras que borran nuestra imagen
Oh espejo oh maravilla.
 
IV
 
Esta ciudad premonitoria cuyas auroras son insensiblemente semejantes a cascadas cristalizadas.
Esta mujer cuyos pensamientos se confundían con las palabras mismas.
Como la vigilia con el sueño.
Y los caballos levantaban sus dos patas delanteras al aire y sus crines se arremolinaban, con ojos de espanto, frente a la horda de los centauros, y el parque extendía sus nidos de piedad, el fruto recién abierto de sus granadas.
Y la tarde estaba convencida de que era hada, y en son de hada dictaba sus decretos.
Ella dictaba sus ríos a la campiña, dictaba sus aleros a las golondrinas, dictaba su sueño al hombre, dictaba sus lobos al trineo.
La tarde era demasiado violenta, tarde en un hilo, en el hilo a plomo de la memoria.
Por ella descendíamos, en un vértigo llamado corazón, en un correo llamado amor, en una palabra llamada vida.
Y esto es todo.

 

De Poemas: 1934-1959, Ediciones Mandrágora, Santiago, Chile, 1959, 147 p.