MI TESTIMONIO SOBRE BRAULIO ARENAS

por Gonzalo Rojas                         

Dicen que va a cumplir sus cincuenta años, pero Braulio Arenas es el mismo inocente y el mismo endemoniado que conocí en 1937 en la Fuente Iris, el intensísimo Café de entonces: Estado con Alameda. Discutimos; claro que discutimos. Empezamos discutiendo, a la sangrienta luz de la guerra española y a los gritos de la calle; empezamos discutiendo con violencia sobre eso que más duele siempre a los poetas: su oficio mismo de poetas. Cada uno dijo lo suyo con la entereza y el desparpajo de la mocedad:
 
-Lo que pasa es que usted es un provinciano sin imaginación.
 
-Y usted, un santiaguino hueco.
 
            Pero Braulio había nacido en La Serena, uno de los más hondos países poéticos de Chile; a unos cuantos metros, en el tiempo, de Magallanes Moure, Carlos Mondaca y Gabriela Mistral.
 
            Pongo en el aire esta primera imagen suya: longilíneo, casi atlético, con sus ojos sin párpados, hiriente para ver hasta el fondo. Intenso, libre, áspero y alegre, pero tan claro siempre, tan temerario en su diamante.
 
            Se divirtió largamente a costa de mis preferencias literarias y derramó sin piedad la sal sobre la mesa. Pareció agriarle mi confianza de muchacho, mi porfiada confianza de animal fuerte, algunos años menor que él, en el desarrollo y en la vida. ¿Hartazgo o lucidez, o falta de sufrimiento como el mío?
 
            -Asco, parecía decirme a cada instante. Todo es un asco y una frustración. Las profesiones (¿qué estudia usted?), las religiones, la política. Aspirar. ¿A qué? Pero ¿podría decirme a qué diablos aspira usted?
 
            -A la buena salud, le respondí. Rió roncamente. Y supo entenderme en un relámpago todo lo que iba implícito en mi proyecto de buena salud. Entonces, sin alarde alguno, apuramos nuestros vasos de cerveza.
 
            En el viejo aprendizaje de los provincianos, Santiago me era una trampa y una aventura sin término. Por lo que se me imponía la vigilia en todos los órdenes. Tan terco e inflexible como mi interlocutor, defendía lo mío: mi formación severa de adolescente pobre, recién venido a la capital deslumbrante. Por eso se me dio tan nítida la luz auténtica de este otro provinciano camuflado y descubrí de golpe en él la buena veta de la hombría y de la poesía, con mi certidumbre de araucano y de minero.
 
            Siempre fue Braulio el escritor, el escritor con siete y diez horas de escritura al día. Ya antes de 1938 entregó algunos testimonios en prosa y en verso, pero sólo desde ese año cobró primera dimensión y nombre resonante.
 
            Mandrágora estalló ese invierno como la dinamita de una semilla poética sin precedentes en el país. Todas las otras empresas creadoras aparecían limitadas por el individualismo inherente a la faena estrictamente literaria, y hasta las tareas colectivas como la Colonia Tolstoyana y el Grupo de Los Diez se nos daban como experiencias frustradas de escritores de aldea.
 
            Mandrágora: extraña alianza de unos cuantos rebeldes que intentamos la renovación del oxígeno total, como nuestros antepasados los románticos alemanes y los surrealistas franceses. Ver claro de día y de noche, estar siempre despiertos a la más lúcida realidad. No sólo ser poetas sino vivir como poetas responsables, sin avidez literaria de ninguna especie. Ni la fama ni la gloria ni, mucho menos, el dinero. Nada con la publicidad vergonzosa, ni con el sucio oficialismo de los premios. ¿Qué premio podríamos esperar, de qué tribunal? La vuelta al principio, al origen. La ida y la vuelta al mismo tiempo, como el sol; sin abstracciones ni miedos a los irrisorios aparatos de la realidad.
 
            Porque lo que estaba en tela de juicio era la realidad misma. Por eso, cuando al cabo de veinte años –en 1958- Braulio Arenas revisa públicamente aquellos postulados, desde la experiencia del viaje posterior de cada uno de nosotros, descubre muchas de las confusiones en las que fuimos atrapados, pero descubre también el sentido de esos gérmenes desafiantes. ¿Qué se perdieron -como pérdida personal- muchos de los poetas que integraban el grupo, en el sentido de que su obra personal no tuvo mayor audiencia? Pero: ¿quién habló nunca de audiencia ni de éxito individual entre nosotros? Nuestra empresa intentó ser una "egrégore" -cuerpo y alma orgánicos de muchos individuos, comunión en la que cada uno trabaja y respira para todos-, como lo intentó antes el surrealismo de la primera hora. Por eso nos pareció siempre tan mísero el estruendo literario de los excitantes y cínicos Beat Generation, con sus drogas y sus discos publicitarios.
 
            Ni la fama ni el dinero. Ni la jefatura ni el predominio de nadie sobre nadie. Ni, por supuesto, la blanda fraternidad de los buenos muchachos, donde cada uno quiere cobrar algo. Imagen fantasmal de un mundo a la intemperie, Mandrágora no alcanzó la dimensión constructiva ni en lo político ni en lo poético, pero fue síntoma indudable de un estado de cosas, de su flujo y su reflujo. Prueba de tal inconsistencia fue la brusca dispersión de sus miembros y el golpe de timón de Braulio Arenas hacia el océano surrealista del almirante André Breton, en 1941.
 
            Porque, aunque no lo quisiéramos -ni él lo quisiera acaso- Braulio Arenas fue nuestro capitán indiscutible, tanto en la publicación de nuestras hojas mandragóricas, precursoras de la bomba atómica, como en los actos poético-terroristas. Recuérdese el famoso episodio del Salón de Honor de la Universidad de Chile cuando Braulio arrebató a viva fuerza el discurso que Neruda leía como despedida del país ante la admiración de sus oyentes, alcanzando a arrojarlo en pedacitos al toro de ese público por encima de un piano, segundos antes de ser devuelto a su butaca por el aire, merced al despiadado punch de un nerudiano boxeador, harto elocuente.
 
            ¿Qué fue entonces nuestro grupo y qué pudo significar para el Poeta Arenas la experiencia de Mandrágora y posteriormente la del surrealismo militante?
 
            Respondo: todo tendrá siempre su progenie, su desarrollo. Huidobro, el maestro a pesar suyo ("Yo no soy maestro de nadie"), nuestro Vicente fascinante, estimuló a muchos jóvenes con su creacionismo a forjar un movimiento de irradiación poética hacia el mundo. Eduardo Anguita, el huidobrista más ortodoxo, inventó su grupo David, mientras Arenas, Cid y Gómez Correa, de mayor inclinación al surrealismo internacional que al creacionismo, prefirieron otra salida de más honda tradición.
 
            Quien pudiera arrancar la mandrágora que crecía al pie de los patíbulos y en lo sombrío de las selvas sin caer muerto allí mismo, obtendría de golpe el amor, el honor, la fortuna y el poder al mismo tiempo. Buen símbolo, como se ve, para poner en marcha un gran estilo de pensamiento y de acción.
 
            Más que la mano, la imaginación de Braulio le dio un sello singular a este método de vida mandragórico, de implicaciones morales, sociales y poéticas y hasta me atrevo a pensar que Arenas fue más lejos que Huidobro en la proposición de un pensamiento poético de Chile para el mundo, que no tuviera las limitaciones del talento personal. André Breton pareció entenderlo claramente, dando su espaldarazo a esta primera filial del surrealismo en nuestra América.
 
            Años más tarde, en 1953, en un primer viaje a Francia, me fue posible tratar personalmente al gran Breton, y antes de decirme nada me preguntó por Arenás. Parece increíble, pero el más vigente de los poetas chilenos posteriores a Neruda en París no ha logrado nunca un pasaje, por modestia y rigor, para visitar la patria poética donde ha crecido su nombre, desde hace veinte años.
 
            Pienso en la fidelidad de Braulio a la estrella de su poesía, y me es difícil reencontrar un caso semejante entre nosotros. Otro poeta, sin esa estrella, se hubiera deslumbrado fácilmente por cualquiera posición confortable, o se hubiera perdido en la tiniebla y en el bosque de los irracionalismos en boga. Pero lo salvó siempre la grandeza de su ánimo y el surrealismo se le dio como un humanismo, pese a todas las tormentas.
 
            Cabe, por cierto, la conjetura de si Arenas fue un surrealista cerrado al modo de César Moro en el Perú, o si se abrió -en su caudalosa lectura tan intensa hoy como en su infancia-, a la observación del fenómeno poético en la dimensión múltiple de todas las corrientes. ¿Quién podría negar la vastedad incalculable de su registro como lector y aprendiz de lo inmediato, siempre deslumbrado ante el proceso de la realidad?
 
            Visión ascética del mundo, en todo su torbellino, con un ojo inmediato que va siempre al fondo del juego; estrategia de ajedrecista en el uso de la imaginación y la palabra, y un aura de humor donde lo visible se junta con lo invisible, lo que va con lo que viene: ¿quién podría negar en él su responsabilidad de testigo y constructor entre los hombres?
 
            Braulio le debe a Concepción el encuentro con Chile. Seguramente hubiera llegado por sus pasos al descubrimiento real de la tierra, libre de reticencias surrealistas, pero fue ese vuelo a los orígenes -que hoy está escrito con el nombre de Primer Encuentro de Escritores Chilenos- lo que puso definitivamente a Braulio frente a sí mismo y a su pueblo.
 
            ¿Cómo olvidar su conmovedor testimonio leído aquí, en Concepción, en enero de 1958? En un singularísimo proceso de conversión a Chile, afirmo que desde esa fecha se impuso la madurez en este largo adolescente que crecía y crecía sin comprometerse con la dolorosa y preciosa realidad de los chilenos. Que se me entienda: no se trata de una, conversión a la poética social al uso, sino de una creciente participación con las cosas desde las cosas mismas, estas cosas, estas materias, también descubiertas en su obra por la Mistral y por Neruda después del primer viaje alrededor de su laberinto.
 
            Me gusta este largo crecimiento. Los poetas son niños en crecimiento tenaz.
 
            Viejo lector de Braulio, no me extraña La casa fantasma ni sus últimos cantos al sur de Chile, pues soy capaz de ver la extensa red abierta y fuertemente unida desde sus primeras composiciones de 1932, como un solo gran estilo capaz de capturar la realidad y hacer más claro este mundo.
  
            El otro día, en el Taller de Escritores, volvimos a dialogar, ante un público de jóvenes esta vez, en un acto de resplandor surrealista. Convinimos en que habíamos sido fieles al punto de partida. No discutimos como en 1937, porque ahora estábamos en la misma línea de fuego de la provincia del mundo de Chile.

 

De: Arenas, Braulio. El mundo y su doble. Santiago: Ediciones Altazor, 1963.